domingo, 8 de noviembre de 2015

El Amor tomado del natural (E. Jardiel Poncela)

 

LA DAMA
La mesa de al lado estaba vacía. Pero estuvo vacía poco tiempo.
Porque una mujer joven y elegante entró en el café, miró a su alrededor, dio unos pasos, vaciló, se detuvo, dudó y, por fin, vino a sentarse a la mesa de al lado.
La dama se ceñía con un abrigo negro, y llevaba debajo del abrigo dieciocho gramos de vestido verde.
El verde del vestido era «verde jade».
El negro del abrigo era «negro Flemming».
Despedía una intensa atmósfera de perfume de Laissemoi-mon-vieux; parecía muy orgullosa del rubio frenético de sus cabellos, y tenía -resueltamente- el aire de una persona que no pierde el aplomo jamás.
Me miró al pasar. Me miró como hubiese mirado a un paraguas que alguien se hubiera dejado olvidado en el asiento. Miró también las cuartillas que, a medio escribir, yacían desparramadas por la mesa, y en sus ojos claros hubo un cabrilleo fugaz en el que descubrí sus ideas. La dama estaba pensando indudablemente:
«¿Quién será este idiota y qué majaderías estará escribiendo?».
Porque la misma mujer desconocida que, al leer vuestras cosas, va a quedar de pronto ensimismada y tratando de imaginarse vuestra vida, si os ve escribiendo esas mismas cosas pensará de vosotros que sois unos imbéciles.
El café entero, por su parte, la miró a ella, y todos los ojos se dilataron por el asombro y el deseo. En cuanto a mí, me limité a echarle una sola y levísima ojeada, y para mis adentros le dediqué este parrafito:
«Finge, engaña a los demás, adopta actitudes desdeñosas e interesantes de falsa emperatriz en el destierro. Te aseguro que trabajas en balde. Sé que por dentro has de ser igual de tonta, igual de vanidosa e igual de aburrida que otra mujer vulgar cualquiera. Por mi parte, puedes seguir fingiendo…».
Y yo me quedé tan ancho, y volví a ocuparme de mis cuartillas.

El CABALLERO
Al poco rato entró en el café el caballero con quien estaba citada la dama. Era un individuo corriente: ni tan viejo que hiciera pensar en el hombre de Cro-Magnon, ni tan joven que mereciese que se le regalara un triciclo; elegante también. Y provisto de un bigote que se atusaba de vez en cuando, para convencer a la gente de que era suyo.

EL DIÁLOGO DE AMBOS
El caballero se sentó junto a la dama. Sonrisas tiernas. Un largo apretón de manos.
Y comenzaron a hablar en un tono tenue, pero no tan tenue que no llegase a mis oídos, impidiéndome seguir trabajando y obligándome a atender a su diálogo.
Oíd la clase de cosas que se decían:
ÉL. - ¿Qué hiciste anoche?
ELLA. - Me acosté temprano.
ÉL. - ¿Pensaste en mí?
ELLA. - Hasta dormirme.
ÉL. - ¡Amor mío…!
ELLA. - ¿Y tú? ¿Qué hiciste anoche tú?
ÉL. - Me acosté en seguida de comer.
ELLA.- ¡Embustero!
ÉL.- Te lo juro.
ELLA.- ¿Sí ¿Y pensaste en mí?
ÉL.- Me dormí con tu retrato bajo la almohada.
ELLA.- ¡Nene…!
En este instante yo bostecé por primera vez.
ÉL.- Sé que anteanoche fuiste al cine…
ELLA.- Sí. Con mi hermano.
ÉL.- ¿De veras que fuiste con tu hermano?
ELLA.- ¡Qué celoso eres! ¿Con quién iba a ir? Tú sabes que, si no es contigo, no soy feliz con nadie.
ÉL.- ¡Chiquilla...!
Segundo bostezo mío y primera náusea contenida.
ÉL.- ¡Qué bonita vienes!
ELLA.- ¿Te gusto hoy más que ayer?
ÉL.- Infinitamente más.
ELLA.- ¿Qué te parece este sombrero?
ÉL.- Estupendo.
ELLA.- ¿Y el vestido?
ÉL.- Maravilloso. Y además pienso que...
Unas frases del caballero al oído de la dama.
ELLA.- Poniéndose encarnada con una facilidad escamante. ¡Calla, tonto! Si alguien te oyera...
Me revolví nervioso en mi asiento.
ELLA.- ¿Y los zapatos? ¿Te gustan?
ÉL.- Son divinos.
ELLA.- ¿Y el abrigo?
ÉL.- Precioso.
ELLA.- ¿Este broche?
ÉL.- Es una filigrana.
ELLA.- ¿Y las medias?
ÉL.- Encantadoras.
Suspiré profundamente y comencé a hacer esfuerzos para no oír tanta simpleza. Pero nuevas simplezas siguieron martillando mi cerebro.
ÉL.- ¿Me quieres todavía un poquito?
ELLA.- Te adoro.
ÉL.- Pero no tanto como yo a ti…
ELLA.- ¡Más!
ÉL.- ¿Más? Más es imposible.
ELLA.- ¡Adulador!
Me puse, nerviosísimo, a tararear un cuplé.
ELLA.- ¡A cuantas les habrás dicho lo mismo!
ÉL.- Sólo a ti.
ELLA.- No me gusta que mientas.
ÉL.- Arrellanándose en el diván. Dime, mi cielo, ¿me querrás siempre como ahora?
ELLA.- Siempre.
ÉL.- ¿Eternamente?
ELLA.- Eternamente.
Segunda y tercera náuseas por mi parte.
ÉL.- Si yo muriese algún día, amor mío, ¿volverías a amar?
ELLA - Nunca.
ÉL.- Nunca, ¿verdad?
ELLA.- Jamás.
ÉL.- ¿Qué harías?
ELLA.- Iría a diario al cementerio, a llevarte flores y a llorar...
ÉL.- ¡Mi tesoro! Besándola en las manos. ¡Mi gloria! ¡Mi reina!
Fue entonces cuando me levanté y llamé al camarero, que era un joven de veintitantos años.
Acudió el mozo; le puse una mano en el hombro, y con la otra mano señalé a la pareja. Y hablé así:
-Querido camarero y amigo: ahí tienes el amor... Míralo bien; grábalo a fuego en tu memoria: no se te olvide nunca... Ese espectáculo estúpido es lo que vienen cantando desde hace siglos los poetas.
ÉL y ELLA alzaron los rostros y me miraron sorprendidos. Yo continué como si tal cosa:
-Eso que tienes delante de las narices, querido camarero, es el amor, y, en la opinión de mucha gente, la única razón de la existencia. Obsérvalo, estúdialo a fondo. Amor es decirse mentiras y bobadas apretándose las manos por debajo de una mesa... Amor es preguntar a qué hora se ha acostado uno... Amor es jurar que, fuera de la persona amada, lo demás no existe... Amor es llamarse celoso mutuamente... Amor es elogiar los vestidos y los sombreros de la elegida... Amor es discutir, en un diálogo irresistible, quién quiere más al otro... Amor es afirmar que se tiene la eternidad en la mano... Amor es decir que se va a ir al cementerio a diario a llevar flores... ¡¡Amor es creerse todo eso!!
Levanté los brazos al techo en una actitud de héroe griego, y grité:
-¡Y pendiente de semejante pamema vive la Humanidad desde que el planeta comenzó a voltear por los espacios! ¿No es para reaccionar violentamente? ¡¡Sí!! ¡Sí lo es! ¡¡Mira!!
Y cogiendo en alto una silla, la dejé caer sobre la cabeza de la dama y luego sobre el cráneo del caballero.
Y sólo cuando los vi desvanecidos y tirados del revés en el diván abandoné el café satisfecho de mí mismo y con aire de filósofo en la escuela contundente.

miércoles, 29 de julio de 2015

Stefan Zweig (Ardiente Deseo, 1911)

 


 "Se encontraba en esa edad decisiva en la que una mujer empieza a lamentar el hecho de haberse mantenido fiel a un marido al que al fín y al cabo nunca ha querido, y en la que el purpúreo crepúsculo de su belleza le concede una última y apremiante elección entre lo maternal y lo femenino. La vida, a la que hace tiempo parece que se le han dado ya todas las respuestas, se convierte una vez más en pregunta, por última vez tiembla la mágica aguja del deseo, oscilando entre la esperanza de una experiencia erótica y la resignación definitiva.Una mujer tiene entonces que decidir entre vivir su propio destino o el de sus hijos, entre comportarse como una mujer o como una madre. Y el barón, perspicaz en esas cuestiones , creyó notar en ella aquella peligrosa vacilación entre la pasión de vivir y el sacrificio"


 Fragmento de Stefan Zweig (Ardiente Deseo, 1911)

La niña de los farolitos azules

La niña efervescente entra en la clase a ritmo de bengala recién prendida, brincando de atrás hacia adelante como rana que bailase una melodía inaccesible a oídos no infantiles.

Mira a la maestra con sus enormes farolitos azules y le susurra un secreto:

—Mañana dormiré junto a mi amiga, y cuando en su casa todos duerman, a escondidas robaremos chocolate.

¿No se dará cuenta su madre de que le robáis el chocolate? Le dice la maestra, lista a reprenderla.

Sus pequeños dientes tintinan en su risa blanca de duende, y niega efusiva a las necias preguntas de mayores.

 —Mi amiga siempre lo hace y no se da cuenta. Pero esta vez le ha pedido a su mamá que compre del blanco, que es el que a mí me gusta.

La maestra baja la mirada y sonríe. La niña da un vuelco, un salto. Y en medio de ese centelleo y ambiente de campanillas con sus bracitos le rodea la cintura y abrazándola le dice:

—Si quieres, puedo guardarte un trozo.

 Mayte Gallego

Texto publicado en la Antología de Relato Breve "Sentimientos" 
Letras con Arte 2014.

domingo, 15 de marzo de 2015

Las gentes tristes


A la memoria de Javier Tomeo.

Medianoche en una estación de metro. A lo lejos, emitido desde un aparato de música al que apenas le funcionan ya las pilas, se escucha una distorsionada versión de "La vie en Rose" de Edith Piaff cantada de modo extremadamente lento y desafinado.
Llega el último tren del día. En él quedan ya sólo unos pocos viajeros rezagados. Se abren las puertas del tercer vagón y un hombre común y corriente que esperaba en el andén entra y se sienta junto a un hombre sombrío.

De repente una lágrima surca muy despacito la mejilla ajada del hombre que se encuentra sentado a su izquierda.
HOMBRE COMÚN — ¿Le ocurre a usted algo? ¿Puedo ayudarle?
HOMBRE SOMBRÍO —Se lo agradezco, pero mi melancolía es absolutamente personal e intransferible.
HOMBRE COMÚN — ¿Melancolía?
HOMBRE SOMBRÍO — (Asintiendo.) Es la tristeza y soledad del mundo lo que me aflige.
HOMBRE COMÚN — (Mirando a su alrededor, sin conseguir ver nada.) ¿Tristeza? ¿Aquí? ¿Dónde la ve usted?
HOMBRE SOMBRÍO —En todas partes. Sólo tiene que pararse y observar. Ahí mismo: vea cómo dan las siete y veinticinco los bigotes de ese pobre hombre, ¡si tan sólo dieran las nueve y cuarto! Allí, fíjese en aquel joven lampiño, el que lee Lolíta  junto al extintor.
HOMBRE COMÚN— ¿Qué le pasa? No veo nada inusual en él.
HOMBRE SOMBRÍO—Es su indumentaria.
HOMBRE COMÚN—No entiendo ¿De qué modo puede usted percibir tristeza en su modo de vestir?
HOMBRE SOMBRÍO—No puedo sentirla, pero presiento que la tendrá. (Menea la cabeza de un lado a otro lentamente y con abatimiento.) Es demasiado joven aún para saber que la corbata es la horca del preso sin apresar.
HOMBRE COMÚN — ¡bah! Usted ve cosas inexistentes que nadie más vería.
HOMBRE SOMBRÍO —Pueden verlas las gentes sensibles.
HOMBRE COMÚN— ¿Quiere decir que no soy lo bastante sensible para verlas?
HOMBRE SOMBRÍO —Eso no puedo saberlo. Sólo sé del sufrimiento que, como yo, padecen las personas sensibles por la continua excitación de sus sentidos. Claro está que también están los que no sienten, los insensibles. Ellos no sufren, pero tampoco gozan del regalo de la sensibilidad.
HOMBRE COMÚN — ¿Acaso no existen personas normales? ¿El término medio?
HOMBRE SOMBRÍO —Nacen algunos así, pero tarde o temprano una circunstancia en sus vidas los cambia para siempre inclinándolos a un lado u otro de la balanza.
El HOMBRE SOMBRÍO calla. El HOMBRE COMÚN se queda cabizbajo y pensativo. El tren se ha detenido en la siguiente estación. Se abren las puertas y se inicia el intercambio de pasajeros. De pronto el hombre común tiene ante sus ojos a la mujer más triste que haya visto jamás (de su persona se desprende tal desolación que el perro guía de uno de los pasajeros, compungido, ha comenzado a llorar). Es joven, de aspecto flaco y frágil. Su cara recuerda a la de los maniquíes por su expresión ausente y desvaída y lleva el cabello recogido en un moño bajo, semejante a un abandonado nido de golondrinas. Viste con austeridad, de beige liso, y calza unos zapatos masculinos de puntera larga; tan larga que por un momento cree uno que son sombras en forma de carriles; raíles por los que la supuesta sensualidad de su juventud parece haber echado a correr.
El HOMBRE COMÚN no puede dejar de mirar a la mujer. Mira entonces al HOMBRE SOMBRÍO y se da cuenta de que éste también la observa.
HOMBRE COMÚN — ¿La conoce usted?
HOMBRE SOMBRÍO —La he visto otras veces y he oído contar historias sobre ella. Se llama Dolores. Es una muchacha peculiar. Triste, solitaria y de extrema sensibilidad. Dicen que capta todas las emociones que la rodean a dos kilómetros a la redonda, por eso se refugia en los parques, busca alivio en las risas de los niños. Parece que hoy está de buen humor, por eso su tono de piel es gris azulado, lo sé porque he oído decir que los días en los que está verdaderamente triste se llega a poner en blanco y negro, como un fotograma antiguo.
El HOMBRE COMÚN no le escucha ya, mira a Dolores y trata de decir algo pero sólo consigue poner los labios en forma de “o” a ratos y de pez a otros, emitiendo un frustrado ruidito gutural. En realidad intenta decirle algo a la joven pero un invisible cerco en la garganta se lo impide.
El HOMBRE SOMBRÍO no dice nada. No puede saberlo a ciencia cierta pero su sensibilidad le dice que el hombre común ha encontrado su circunstancia.
Estación de destino. Se cierran las puertas del tercer vagón. El HOMBRE COMÚN camina por el arcén bajo la mirada burlona de la luna que observa a este hombre, ya no tan común, mirar extrañado a una pareja de mimos haciéndose carantoñas.

Mayte Gallego 

domingo, 23 de noviembre de 2014

Maria José Barrios: Confusión


Por culpa de un lamentable error de encuadernación en el que nadie reparó a tiempo, miles de lectores pasaron la página y contemplaron, horrorizados, cómo la Bella Durmiente se convertía en rana justo después del apasionado beso del principe azul.


Maria José Barrios (Cuentos Mínimos) 

viernes, 21 de noviembre de 2014

El camino amarillo

Como una alfombra amarilla se extiende el camino ante ella, sin marcas ni señales que le muestren dónde está o cuál es el propósito de su viaje. A lo lejos le parece oir el sonido de una sirena que poco a poco y de modo irregular se va acercando, aunque ella no llega a saber qué es hasta que no ve al musical grupo de gaviotas sobrevolando las copas de los árboles.
Pensando que cercanos a estos pájaros se encuentra siempre el mar, la niña trata de seguirlas, pero cuando las gaviotas se internan en el bosque surgen unas brumas amarillas que la envuelven, impidiéndole continuar.
Ciega entre la niebla se abraza a sí misma, y con cautela retrocede despacito hasta el camino dorado que sólo conduce hacia delante. Camina y camina sin cansarse mientras todo lo que antes ha existido desaparece ante sus ojos a medida que avanza; difuminándose los contornos del paisaje, como si en realidad se hubiera tratado siempre de una ilusión.

A su paso atrás deja pueblos abandonados de casas diminutas a los que hace mucho tiempo (no sabe bien cómo lo sabe) llegaban hadas y brujas de todos los puntos cardinales para presidir consejos en las plazas.
En una de esas aldeas, que huelen a desinfectante y cloro (cosa bastante rara a su parecer), trata la niña de entrar, pero nunca llega a ver posar su zapatito fuera del trazado, pues cada vez que lo intenta se hace invisible como si se lo engullera un espejo hambriento.

Grita entonces con la esperanza de que algún campesino la oiga; mas como respuesta sólo escucha un extraño trote, como de caballos galopando; aunque nunca los llega a ver.

De pronto, sus ojos se hacen grandes como los girasoles que la rodean, y echa a correr hacia una silueta que al fondo del camino parece hacerle señas. Pero cuando allí llega, sólo encuentra al viento burlón jugando con los restos de un viejo espantapájaros de sonrisa desvencijada, al que rápido y entre lágrimas que surcan su cara roja, saca la niña sus entrañas de paja, vengándose de esos botones que la miraban irónicos.

Otra vez soledad y silencio.

La niña reanuda su marcha por el enlosado ocre, y no muy lejos de allí encuentra un libro abierto, vuelto del revés sobre el camino. Se agacha para cogerlo con el mismo amor con el que hubiera recogido un animalito perdido. Esperando hallar en él a un amigo que le haga compañía. Pero, poco charlatán resulta ese amigo, pues en su interior no hay escritas más que simples líneas que no puede leer, y en el exterior sólo encuentra el título borrado y las tres iniciales de su autor: L.F.B.

—¿L.F.B.? ¿Qué querrá decir? Se pregunta la niña.

De nuevo escucha el sonido de un caballo al trote, aunque esta vez más cercano que antes y en un tono mucho más agudo. La niña apresura el paso. Corre a buscarlo. Y sólo cuando ya tiene el sonido del traqueteo encima, ve que en realidad procede de un pequeño reloj de cuerda con forma de corazón, que de manera desaforada late a sus pies.

Lo toma con cautela del suelo, como temiendo que pudiera descomponerse entre sus dedos.

De pronto la niña escucha dos voces en el aire que lo envuelven todo.


—El pulso ya es regular, doctor.
—¿Lleva mucho tiempo inconsciente?
—Aproximadamente una hora. Aclara la voz de la mujer.
—¿Sabemos ya quién es?
—Acaban de confirmarnos que efectivamente es Samuel Alier (hijo), como está escrito en el libro que, según testigos, estaba leyendo en el momento del accidente.
Su padre está de camino.

La niña ha desaparecido, y en su lugar se encuentra Samuel, que escucha extrañado los pitidos rítmicos que emite el reloj que sostiene en la mano, y que no entiende por qué los dedos de los pies le hormiguean como si despertaran tras estar largo tiempo dormidos.

El médico comprueba la actividad del electrocardiograma. Observa después cómo se van coloreando las mejillas pecosas del adolescente que reposa sobre la cama, y acto seguido busca el libro para comprobar, una vez más, el nombre que figura en el ex-libris antes de escribirlo en el informe.

Lo encuentra entre los pocos objetos personales del chico: un cuaderno sin estrenar y El mago de Oz de Lyman Frank Baum.


Mayte Gallego 

(Imagen: the warehouse.el camino de retorno)

miércoles, 19 de noviembre de 2014

Ana María Matute (Los niños tontos: La niña fea)


La niña tenía la cara oscura y los ojos como endrinas. La niña llevaba el cabello partido en dos mechones, trenzados a cada lado de la cara. Todos los días iba a la escuela, con su cuaderno lleno de letras y la manzana brillante de la merienda. Pero las niñas de la escuela le decían: "Niña fea";y no le daban la mano, ni se querían poner a su lado, ni en la rueda ni en la comba:" Tú vete, niña fea". La niña fea se comía su manzana. mirándolas desde lejos, desde las acacias, junto a los rosales silvestres, las abejas de oro, las hormigas malignas y la tierra caliente al sol. Allí nadie le decía: "Vete". Un día, la tierra le dijo: "Tú tienes mi color". A la niña le pusieron flores de espino en la cabeza, flores de trapo y de papel rizado en la boca, cintas azules y moradas en las muñecas. Era muy tarde, y todos dijeron: "Qué bonita es".Pero ella se fue a su color caliente, al aroma escondido, al dulce escondite donde se juega con las sombras alargadas de los árboles, flores no nacidas y semillas de girasol.



Ilustración: AnitaDinamita